Había leído tanto que creí que lo más natural sería escribir.
Pasé horas y días y meses llenando hojas y hojas con letras que formaban palabras que formaban historias. Me detenía en cualquier lugar, en medio de cualquier charla, escribía en cuadernos que siempre tenía a mano. Cambié mi modo de vestir, de actuar, de pensar. Me gané un buen par de ojeras y un par de arrugar en el ceño.
Un día tomé lo que había escrito y me di cuenta de que simplemente no tenía nada que decir.
Las historias comenzaban donde debían comenzar, se desarrollaban de manera impecable, terminaban donde debían terminar.
Mis poemas eran máquinas que funcionaban, pero no había pasión, no había violencia, no había poesía, sólo palabras colocadas en el orden correcto.